Abril
Me llamo Abril. Mis padres siempre me dicen que soy una pequeña valiente. Ahora os explicaré por qué, ya que de pequeña ya no tengo nada. ¡Casi tengo cuatro años!
Cuando tan solo tenía cuatro meses, empecé a tener algo de moquitos. Sin importancia. Pero después de probar diferentes medicamentos sin que ninguno de ellos lograra hacerlos desaparecer, yo cada vez estaba más congestionada. Los papás ya se empezaron a poner nerviosos y me llevaron a urgencias. Lo que en un principio nos dijeron que era "un resfriado mal curado" resultó ser una leucemia linfoblástica aguda congénita.
Desde que nací, nunca había dejado los brazos de mi mamá. Y aquel 23 de mayo de 2011 me sacaron de sus brazos para llevarme en ambulancia al Hospital de San Juan de Dios de Barcelona. Ni en la ambulancia la dejaron venir conmigo. ¡Imaginaros lo mal que estaba!
Estaba ya tan al límite la enfermedad que, conectada a un montón de máquinas, me llevaron directamente a una pequeña habitación aislada de todos. Y sin ver ninguna cara conocida, sólo me llevaba pinchazos y, eso sí, dulces palabras de aquellas doctoras y enfermeras de bata blanca. Pero no tenía a los papás y, como bien sabéis, los brazos de los papás son lo mejor que hay, sobre todo cuando no te encuentras bien.
Al cabo de unas horas dejaron entrar a los papás, pero con sus caras lo decían todo. Esa noche les habían dado una de las peores noticias que podían recibir. Sólo tenía un 10% de esperanza de vida. Pero el desmoronamiento les duró sólo un rato, al menos delante de mí. No sé de dónde pero, los tres haciendo piña, sacamos fuerzas de donde no había. No sabíamos el largo camino que nos esperaba pero los tres juntos lucharíamos y lucharíamos para salir de aquella pesadilla costara lo que costara.
Cuatro días en la UCI y el tratamiento previo a la quimioterapia funcionó. Ahora sí que podía empezar a tomar aquellos jarabes que te lo estropean todo, pero que son tan necesarios para curar una leucemia o un cáncer. Nos esperaban seis meses de quimioterapia sin parar para poder eliminar cada uno de aquellos bichos que eran la causa de la maldita enfermedad. Una vez terminado este tratamiento, durante el cual pasé momentos realmente malos, tenía que continuar luchando. La enfermedad ya no estaba pero la leucemia era tan agresiva que necesitaba un trasplante de médula ósea.
De repente los papás entraron en un mundo aún más desconocido: encontrar un donante compatible. Sólo un donante de médula podía salvarme la vida. ¿Pero quién? Ni el papá ni la mamá eran compatibles conmigo. Tuvimos que recurrir a la Fundación Josep Carreras para que buscaran un cordón o una médula para mí. Primero parecía que habían encontrado algunos cordones que quizás podrían ir bien, pero a continuación fueron desestimados porque no eran lo suficientemente buenos para mí. Al final llegó la gran noticia. Habían encontrado una médula ideal. Era de una donante de EEUU. Alguien, desinteresadamente, me daría la vida. ¡Mi segunda vida! Aquí comenzaba una nueva etapa. De nuevo, una dura y larga, muy larga, etapa.
Tuvimos que ir al Hospital Vall d'Hebron y entrar en una diminuta cámara de aislamiento. Unos seis metros cuadrados serían mi casa durante dos meses. Más que una habitación, aquello parecía una cabina de un pequeño barco. Me esperaba un largo viaje antes de ver tierra firme. Fue un viaje muy duro. Toda la tripulación de ese barco era nueva para mí. Y no llevaba nada bien los jarabes que me daban, los males que aparecían y el hecho de no poder estar con papá y mamá juntos. ¡Ah! Y cada vez que entraban en mi cabina tenían que vestir como si fueran unos médicos. Tenía suerte de que abuelos, tíos y amigos pudieran venir a verme aunque fuera a través de la diminuta ventana... Al menos las tardes eran más distraídas.
Por fin llegó el día en que mi nueva médula comenzó a brotar con fuerza y los médicos decidieron que ya podía salir de allí. Pero el viaje aún no había llegado a su fin. Quedaban todavía muchos, muchos meses duros de aislamiento en casa, y con visitas continuas al hospital. Incluso tuvimos algún susto importante que me hizo pasar de nuevo unos días en la UCI. Suerte que todo se quedó sólo en un gran susto.
Como dicen los buenos marineros, después de la tormenta llega la calma. Y eso es lo que ocurrió. Después de tanta lucha, mi nueva médula comenzó a trabajar y a trabajar duro hasta ahora, que ya no hay quien me pare. Poco a poco fui descubriendo el mundo que había fuera, en tierra firme. Llegó el día de las vacunas y el gran día en que empecé a ir a la escuela y a hacer vida de NIÑA, algo que no había podido hacer nunca. ¡Los papás aún recuerdan el primer día en que pude estar con otros niños!
Y, ahora, después de tres años del trasplante, soy la niña más feliz del mundo. Disfruto del día a día junto con mis papás, mi hermanita, mis abuelos, tíos y amigos. Este viaje ha sido muy duro, pero a todos nos ha ayudado a crecer y a valorar cada pequeña cosa de la vida. Y siempre, siempre y en todo momento, agradecidos a la Fundación Carreras y, sobre todo, a mi ángel de la guarda que me dio la oportunidad de VIVIR.
Abril