Albert

21/01/2016. Soy Albert, de Barcelona, ​​y ahora tengo 54 años. He sufrido una leucemia mieloide aguda.

Siempre había pensado que era cierto aquella máxima que dice: “el mejor tiempo que vivimos es aquel que nos ha tocado vivir”. Ahora empiezo a tener mis dudas. Hasta entonces había tenido una vida bastante buena, por no decir muy buena en líneas generales, tanto en el campo personal como en el profesional o en cualquier otro que pueda pensar a bote pronto.

Pasados ​​los 50 he aprendido que el tiempo va muy deprisa, la distancia separa, las ilusiones, los deseos, la atracción, el sexo... pueden debilitarse, las personas no son como podías pensar, los padres mueren , la vida continúa, el llorar aparece mucho más pronto y la vejez se acerca no tan lentamente.

Ya hacía un par de meses que no dejaban de aparecer molestias: una conjuntivitis aguda en un ojo que luego pasó al otro, una inflamación en el cuello y parte de la lengua, para seguir con un dolor que creía que era una molesta hemorroide, lo que acabó por impedirme andar, obligándome a coger la baja laboral. La cosa no mejoraba y después de un mal diagnóstico médico fui a parar al Hospital Clínico de Barcelona aquella tarde de viernes, 13 de febrero, a urgencias y con un diagnóstico operatorio rápido para un acceso de pus infeccioso enorme.

El domingo día 15, por la tarde, vino a verme un médico pecoso, pelirrojo, de piel muy blanca y con acento extranjero (después supe que era alemán), que me dijo que era del departamento de hematología y que tenía que darme dos noticias, una buena y otra mala. No caí de primeras en su especialidad, hematología... "¡Ah, es de la sangre! ¿Qué querrá? ", pensé.

- La noticia buena –me dijo el doctor– es que lo que te hemos encontrado tiene tratamiento.

No entendía nada. El doctor continuó.

- La noticia mala es que tienes leucemia.

El silencio inundó la habitación. Tanto mi mujer, suegra, yo mismo y mi compañero de habitación, el señor mayor que estaba en la cama de al lado, quedamos mudos.

- ¿Quieren hacer alguna pregunta? -dijo el médico.

Nadie decía nada. Yo no sé si es porque no sabíamos qué decir o porque teníamos miedo de decir nada.

Después de un buen rato pregunté, no sé por qué, lo único que me salió;

- ¿Me voy a morir?

Así, entré a formar parte de una nueva familia, porque esto es de verdad la sensación que tengo, que estaba formada por otros "afortunados" como yo y unos profesionales inmejorables: unos médicos fantásticos, unas enfermeras y enfermeros adorables, auxiliares, camilleros y señoras de la limpieza formidables, etc. Desde el principio de este viacrucis de meses entendí y tuve muy claro, por suerte, que todo esto era un trabajo de equipo, largo y durísimo, donde todos jugábamos un papel importante: tanto los médicos, como la medicina propiamente y mi aptitud de no desfallecer nunca y seguir adelante pasara lo que pasara.

Los primeros meses fueron bastante duros, muy complicados. Sufría mucho con los cuidados de mi operación. Qué miedo tenía cuando llegaba la hora de los cuidados, eran terribles, más que los efectos secundarios de las dos tandas de quimio que me dieron. Afortunadamente, poco a poco los cuidados cada vez eran menos traumáticos, pero la leucemia ganó por dos veces a la quimio y mi estado, si no íbamos a trasplante, se volvería mucho más fatídico de lo que podía pensar, por muy animado que siempre estuviera.

A los cinco meses de haberme diagnosticado la enfermedad, después de pasar las quimios, la convalecencia, los virus y las bacterias que me tuvieron varias semanas sin poder salir de mi habitación, los efectos secundarios, etc., íbamos a trasplante.

Un buen día, un 14 de julio, gracias a un donante alemán volví a nacer. Todo lo que había sido tan malo desapareció y todo fue como la seda, casi sin efectos ni prácticamente problemas hasta la fecha, seis meses más tarde.

Al camino aún le queda un buen recorrido, pero avanzo con paso firme, sin prisas pero sin pausas, de la mano de mi querida mujer, pieza fundamental para sostenerme cada vez que pueda tropezar y poder encontrar, por fin, el definitivo olvido de la enfermedad.

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