Carmen
Me llamo Carmen, tengo 21 años, soy de La Rioja y tengo Aplasia medular grave. Voy a contaros mi historia, cómo de la noche a la mañana me cambió la vida.
Esto comienza en el verano de 2015. Llevaba todo el verano con mareos, me salían hematomas sin haberme golpeado, puntitos rojos en los párpados... Algo me pasaba, pero yo no quería ir al hospital, pronto llegaban las fiestas de mi pueblo y no podía perdérmelas.
Una mañana me despertaron mis amigas y fue ahí cuando de verdad empezó todo. Un moratón en la cara, con la mandíbula hinchada, y otro enorme en un costado de la tripa. Ya no podía más, corriendo fui con mis padres a urgencias para hacerme una analítica completa. Imposible, no podían salir esos resultados: 6000 plaquetas (lo normal es entre 150.000 y 450.000), y los glóbulos rojos y blancos muy muy bajitos. Asustados, me llevaron a Logroño a repetir la analítica, algo tenía que haber fallado. Pero no, los resultados se repetían. Yo tampoco entendía lo grave que podía ser eso, hasta que le conté al médico que en un mes me marchaba a Italia, de Erasmus, a lo que él me respondió: Me parece a mí que no te vas. Recuerdo el pánico que sentí en ese momento. No quería creerlo, pero la situación era real. No sabíamos aún qué pasaba, pero era algo grave, una cosa de esas que nunca piensas que te ocurrirán a ti.
Esa noche del 25 de agosto me ingresaron en el hospital, en la cuarta planta, la de hematología. Me hicieron varias pruebas esos días, biopsias en el esternón, en el costado, analíticas, escáners... Y cuatro días después de ingresar la médico vino a la habitación a darme la noticia: Carmen, por fin confirmamos que no tienes ninguna célula maligna, pero tienes una enfermedad que se llama Aplasia medular. Tienes un nivel muy grave, y hay dos opciones: o un tratamiento inmunosupresor de varias medicinas, o un trasplante de médula. En tu caso es mejor el trasplante, pero solo pueden hacértelo si tu hermano es compatible.
Al día siguiente mi hermano allá estaba, dispuesto a donar lo que hiciera falta por salvarme. Pero resultó no ser compatible, cosa que le entristeció bastante. Por lo que solo quedaba una opción, el tratamiento. Después de muchas trasfusiones de sangre y de plaquetas, de más pruebas, mucha rabia, nostalgia y lloros, aunque alguna que otra risa, el 4 de septiembre me pusieron la vía central y comenzaron a ponerme el tratamiento.
Varios días enchufada a una máquina, muchas pastillas y pinchazos, pero todo esto tenía que pasar para empezar a curarme. ¡Qué daño el pinchazo de la tripa el día que me quitaron artificialmente la regla!
Muchas visitas, muchas reflexiones, alguna que otra escapada a la calle a escondidas para tomar el aire y despejarme, aunque no me dejasen. Ya me había hecho muy amiga de todas las enfermeras de la planta, de los médicos y las de la limpieza. Realmente era un show entrar y verme en la habitación. Cosas decorativas por todos lados, la comida en la bandeja aún, y lo mismo me encontraban con la cama subida hasta el techo y riéndome con amigos, como viendo la televisión al despertarme mientras comía mi desayuno diario estando en ese hospital: una bolsa de gusanitos que me subía mamá, o el vermú antes de comer.
Me tumbaba con mi bata azul y un cojín en el hall de la planta a hacer la matrícula de la universidad, o a descargar películas porque el wifi llegaba mejor. Bajaba vestida normal a la tienda de abajo a comprar revistas o libros, o me paseaba por toda la planta a cotillear a los otros pacientes.
La vida en el hospital a veces se hace extremista: lo mismo estás llorando que no puedes más, como riéndote y disfrutando de esa soledad que a veces tanta falta hace.
La analítica poco a poco iba subiendo, pero yo aún no podía irme a casa. Tenían que pasar unos días a ver si remontaba un poquito todo. Por fin, el 14 de septiembre, después de estar tres semanas ingresada en el hospital, vino la médica a mi habitación diciéndome que me daba el alta temporal, que podía ir a vivir unos días a casa de mi tía ya que está muy cerquita del hospital y que ella es enfermera que trabaja ahí. Sin estar muy convencida, recogimos las mil cosas que tenía en la habitación, y nos marchamos. Yo realmente no quería, no me encontraba con suficientes fuerzas, ya que llevaba dos días que me había aumentado el dolor de garganta y cuello que tenía.
Esa tarde la pasé en el balcón de mi tía, respirando por fin de un poco de libertad, pero inmovilizándome cada vez más, debido a la aparente tortícolis que me estaba entrando.
La mañana siguiente me desperté, en una cama normal en casa de mi tía, y comenzó a picarme el cuerpo, sobre todo las extremidades. No podía mover el cuello, y no podía tragar ni saliva, por lo que muy a mi pesar, le pedí a mi mamá y a mi tía que me llevasen de vuelta al hospital, que algo no iba bien. Y así era. De vuelta en urgencias, sin haber pasado ni 24 horas fuera de ese lugar, que otra vez tuve que ingresar. Estaba grave, fiebre, picores, manchas, escalofríos, dolor de todo... Gracias al gran equipo de este hospital, y a que una de las médicas, sin saber aún qué pasaba, decidió ponerme cinco antibióticos por la vía central, me salvó la vida. Había cogido una bacteria rarísima en mi caso, acineto bacter baumannii. Una bacteria gramnegativa que infectó toda mi sangre y que me provocó el no poder moverme durante una semana, no poder comer ni beber agua, casi ni podía escuchar ni abrir los ojos.
Esto debió ser muy duro para mi familia, yo lo pasé realmente mal, pero ahora ya no lo recuerdo bien. Por culpa de esto, tuvieron que quitarme la vía por la que me suministraban todo, por si acaso la bacteria había entrado por ahí, y tuve que estar bastantes días más en el hospital hasta curarme del todo, con más complicaciones de por medio que ahora recuerdo con gracia.
El 7 de octubre me dieron el alta definitiva porque ya estaba en condiciones de marchar a casa. Qué bien, por fin salía de ahí. No veía el momento en que se acabase la última bolsa de glóbulos rojos para poder quitarme el pijama y marcharme.
A partir de ese día pude volver a vivir en mi casa con mi familia, durante los siguientes cuatro meses. Tenía que estar bastante controlada, tener cuidado, e ir a revisiones constantes al hospital, viendo cómo a veces las cosas subían para arriba, y cómo otras no mejoraban. Pero empezaba a sentir la libertad. Gracias, a esas personas tan imprescindibles.
El 8 de enero volví a Burgos, donde estudio la universidad, y el volver a tener una vida bastante normal, me hizo volver a sonreír, y dejar de llorar.
A día de hoy, diciembre de 2016, tengo una vida prácticamente normal, con analíticas y revisiones, y aún sigo con pastillas del tratamiento, que poco a poco me irán quitando. Hace año y medio que estoy enferma, pero hace un año ya que no recibo ninguna trasfusión de glóbulos o plaquetas. Parece que la historia se acaba, pero qué va, esto acaba de empezar. Pero esta vez, con más ganas de vivir que nunca.
Viendo todo con perspectiva, y tras demasiadas reflexiones, hostias vitales, me he dado cuenta de que esta enfermedad me ha hecho pasar los peores momentos de mi vida, pero a la vez me ha enseñado más que nadie. Gracias a esta enfermedad he aprendido a valorar las pequeñas cosas, he tenido la oportunidad de volver a nacer, de cambiar el rumbo del timón de mi vida y de sentir en mí la plena felicidad, la de verdad, la que solo siente la gente que recibe estos irónicos regalos llamados vida.
Tengo una cosa clara, y es que las medicinas son imprescindibles, pero que la actitud y las ganas te curan, de eso estoy segura.
Fuerza y un abrazo enorme para ti de esta persona desconocida que ha vivido esta historia, os mando ese abrazo sincero lleno de energía en el momento que más falta os hace.